Vuelo demorado


La pista del Aeropuerto Internacional John Fitzgerald Kennedy se hallaba cubierta por una luz mortecina. Destellos tenues de diversos colores se hundían en la nieve acumulada. El cielo se apoyaba pesadamente sobre edificios apenas visibles.
El éxito del empresario se apagaba. El descuido estaba sellado en cada arruga de su traje y sus zapatos ya no brillaban provocadores. Sus ojos enrojecidos indicaban algo más que cansancio y la barba comenzaba a endurecer su rostro aniñado. Sus dedos delgados apretaban las teclas de un teléfono móvil. Sus pasos recorrían escasos metros en un ir y venir apurado. Sus manos pulcras acomodaban el cabello una y otra vez. Su arrogancia extranjera cedía paso a la impotencia, su soberbia desaparecía ante la incertidumbre, su elegancia se consumía frente a la desesperación.
Vacaciones de invierno, vacaciones de verano: imposibilidad para conseguir pasajes de avión a último momento. Compró un boleto Nueva York-Buenos Aires, un vuelo directo ahora demorado por las condiciones climáticas.
Tal vez aún llegue a tiempo, murmuró, pensando en esa llamada telefónica recibida horas antes, mientras encendía el enésimo cigarrillo de la jornada.
La gente se agolpaba delante de los mostradores de las aerolíneas, los teléfonos sonaban insistentemente. Personas echadas en sillones, sobre maletas, en el piso. Los altoparlantes mudos.
Una música melódica rasgó sus pensamientos: el sonido procedía del interior de su saco. Su mano se deslizó con torpeza dentro del bolsillo. Tomó el delgado aparato, balbuceó un ¿si? y segundos después su mirada se perdió lejos de allí, donde hubiera deseado hallarse en aquel instante.
Ese atardecer el frío desgarró su corazón y desencadenó su dolor. La nieve congeló su razón y paralizó su vida. Sus dedos se crisparon y su piel se erizó. El teléfono se escurrió de sus manos. Cayó de rodillas mientras un alarido brotaba desde sus entrañas atrayendo la atención de los presentes.
Alguien levantó el teléfono y escuchó una voz metálica:
-Señor… ¿está usted bien? Señor… ¿me escucha? Le repito: su esposa y su hijo fallecieron en el hospital luego del accidente ocurrido en la Autopista del Oeste; fue imposible salvar la vida del bebé que gestaba su esposa. ¿Señor…? ¿…está usted bien? ¿me escucha? ¿se siente bien? ¿Señor? ¿señor…?
En ese instante, alguien observó a través de los ventanales del Aeropuerto: el cielo, ese cielo que momentos antes descansara sobre los edificios, ahora comenzaba a llorar.
Afuera, el gris se desplomaba en copiosas gotas y la nieve cedía suave y sin resistencia. Adentro, los altoparlantes anunciaban la progresiva reanudación de los vuelos y proclamaban la irreverente continuidad de la vida.


©Analía Pascaner
Publicado en revista literaria con voz propia Nº 84


2 comentarios:

  1. Desgarrador. Excelentemente expresado. Escribís muy bien, pero siempre mantienes el perfil bajo.
    Un abrazo desde Valencia. María Cristina Berçaitz

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    1. Muchas gracias por tus conceptos, querida Cristina. Me halaga leerte porque también vos escribís muy bien.
      Y sí... así nomás soy, vos me has conocido y lo sabes muy bien.
      Mi abrazo y mis mejores deseos
      Analía

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Muchas gracias por detenerte a leer mis palabras.
Deseo hayas disfrutado de mis cuentos y relatos.
Un saludo cordial
Analía