Hoja perdida de un diario personal

Fotos. Papeles descoloridos. Un sobre rosado, otro celeste. Cartas. Pastilleros de plata, de nácar o laqueados. Retazos de telas. Botones. Un tocado. Una hebilla. Una cinta. Un moño. Dibujos infantiles. Todo amorosamente acomodado en varias cajas, tan diversas como todo lo que se escondía adentro. Diversión, asombro, curiosidad, tantos sentimientos brotaban mientras yo me deleitaba con historias contadas con paciencia y detalle. Un mundo fascinante el ropero de la abuela. Ella siempre me complacía sacando alguna caja llena de recuerdos, al pedirle ver sus cosas “de cuando era joven”. Anécdotas, risas y lágrimas. Sólo conocí a mi abuelo a través de sus palabras y ya desde pequeña, mi abuela se convirtió en mi refugio y su casa en mi remanso.
El paso del tiempo fue acomodando sus jugadas y ya no compartíamos tantos momentos alrededor de los recuerdos. Nos enriquecían horas de charlas, los intercambios de recetas de cocina o de hierbas medicinales. Disfrutábamos la mutua compañía, la complicidad, la dedicación. Me escuchaba sin horario, su sonrisa radiante, fundiendo su mirada con la mía; yo me maravillaba con su sabiduría, con su piel blanca y suave, sus manos sobre las mías.
Durante unos pocos meses se fue apagando, en silencio y sin sufrimiento físico. Su partida fue un golpe desgarrante para mí. Me quemaba tan profundamente que ni siquiera sabía adónde sentía el dolor. Jamás imaginé cuánto duele perder a un ser amado. Quedé paralizada, y cuando el fuego y la angustia dieron paso a la tristeza y la nostalgia, me concentré en el primer año de la universidad.
Había que desocupar la casa de la abuela y mi madre comenzó con la titánica tarea de reacomodar muebles, ropa, recuerdos: regalar, conservar, tirar. Mis clases, libros, idas y venidas, eran suficientes motivos para no pensar. No quería escuchar o ver las cosas que mi mamá contaba o traía de esa casa que no soportaba imaginar vacía. Al comenzar las vacaciones, ella me comentó que había un armario que tenía cosas que tal vez podrían interesarme. Abrumada aún, regresé a esa casa y volví a desarmarme en llanto, herida y sola, frente al ropero de la abuela. Me solidaricé con mi mamá y la acompañé día tras día, dolor tras dolor, primero desocuparía el ropero y luego la ayudaría con el resto de la casa. Con respeto y cuidado, revisé esas cajas tan conocidas, leí unos pocos papeles, miré algunas fotos, evoqué las historias de cada objeto, sonreí, lloré. Recuerdo tras recuerdo iban pasando los días. En cierta oportunidad al sacar un cajón, descubrí un papel doblado y gastado que nunca había visto; mientras lo abría cuidadosamente se iba desmenuzando en los dobleces y debí rearmarlo sobre la cómoda. Leía y releía sin poder creer, había visto películas con situaciones similares pero ésta era la letra de mi abuela, las palabras de mi abuela. El papel estaba arrancado y supuse que sería una hoja de un diario personal. Ya en mi casa, para conservarlo, pegué ese papel sobre otro y lo coloqué en una de mis cajas personales. A partir de ese momento era responsable y guardiana del recuerdo mejor guardado de mi abuela.

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3 de junio de 1923

Este domingo me está aplastando. Me siento agobiada.
Hace dos días estuve con él. Era uno de esos días en que las cosas se empeñaban en salir mal: los pasos equivocados, las palabras incorrectas, los tropezones inesperados. Sí, uno de esos días en que todo está torcido, uno de esos días para olvidar. Y entonces él apareció.
Muchos meses sin verlo, aunque nunca se va completamente: quedo atrapada en su voz pausada y sugestiva, en sus caricias tiernas y provocadoras, en su mirada franca y penetrante.
Cada día me siento en un banco de la plazoleta a varias calles de mi hogar. Detengo el tiempo leyendo sin leer, estando sin estar, sin siquiera saber si acaso lo encontraré. Y cuando está a mi lado, simplemente me pierdo. Mis pensamientos se fugan cuando debería concentrarme y averiguar quién es, de dónde viene, qué hace, por qué desaparece. Nunca me habla de él. ¿Quién es…? Preguntas que surgen más tarde, cuando estoy en calma y él seguramente estará muy lejos de aquí.
Ah… mi querido compañero… Jamás sabrás en quién pienso mientras transitamos la vida juntos. Hora tras hora, rutina tras rutina. ¿Tendría yo el valor de confesártelo? Me perdonarías, seguirías a mi lado y callarías evitando el tema, cerrando la puerta detrás de tremenda revelación.
¡Y tú, desconocido! ¡A ti te hablo! Debería odiarte. Pretendes atenuar nuestro deseo con una separación y luego me buscas. Tu seguridad, mi entrega y nuestra urgencia nos sacan de esa plaza. Tu recuerdo me estremece, tu presencia me alborota. Tu respiración incitante, tu piel ardiente. Tu ser fundido con el mío, invadiendo mi cuerpo, exaltándonos de placer. Desde hace dos días sólo existo para ti, por ti. Mi piel se eriza, mi respiración se torna incontrolable, mi corazón galopa desenfrenado. La ropa me aprieta, me siento inquieta. Anhelo recorrer con mis besos todo tu cuerpo. Ahora mismo quisiera morir en tus brazos.
Hace tan sólo dos días se cruzó nuevamente en mi camino. No tengo clara conciencia acerca de lo sucedido esa tarde. Mi razón me abandonó para no opacar mis sentimientos. En ese día negro, él me trató como yo necesitaba, me arropó con una manta de colores, con ternura y calidez. Supo una vez más cómo llegar hasta mí y envolverme íntegramente. La magia brotó en el instante preciso.
Y hoy, mientras este domingo se desvanece con insoportable pesadez y los minutos se acomodan en solitarias horas, intento desvelar si amo a este desconocido. Costumbre o amor, deseo o amor, soledad o amor. Debería olvidarlo. Sin embargo, seguiré caminando hasta la plazoleta, me sentaré a esperar, algún día aparecerá y yo, aturdida, conmocionada e inmensamente complacida, volveré a sucumbir ante su presencia. 
Julia

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Abuela querida mía:
Tu recuerdo me acompaña siempre, vive en mi alma, en mis hijos y en mis nietos.
Hace muchos años, en mi jardín enterré la hoja perdida que encontré aquel día. He decidido que tu secreto muera conmigo, sólo está grabado en mi memoria.
¿Sabes, querida abuela? Cada domingo pienso en tu espera, en ese hombre desconocido, en tu entrega pasional, en tu silencio. Cada domingo pienso si lo habrás amado.
Cada domingo pienso que si yo hubiera vivido una pasión como la tuya, tal vez jamás me habría sentido sola.


©Analía Pascaner

La eternidad es un segundo

Ojalá no demoren mucho. Pienso vagamente al disfrutar de la sombra generosa de este centenario árbol. No deseaba ir con mi grupo turístico, prefería descansar y comentaron que muy pronto volverían.
Aquí estoy, sentada en un confortable banco, sola y expectante. Me siento animada, alegre y curiosa. Observo el movimiento de la plaza: gente caminando, vendiendo, charlando, algunos riendo, otros gritando. Una fiesta de colores, olores, sonidos. Una mezcla de razas, lenguas, culturas. Gente que supongo, además también escapa del calor agobiante de las calles.
Miro hacia mi lado, por enésima vez, y sigue allí -¡y por supuesto que ahí está!-. Espío por la pequeña abertura. ¿Qué habrá adentro? No me atrevo a hurgar, no me pertenece. Tan correcto el hombre, ¿cómo voy a meterme en sus cosas? Tal vez debería haberle preguntado… Tan educado, con su ropa de marca… en impecable inglés me explicó que regresaría en unos minutos, ¿acaso me dio motivos para sospechar?
Ahora, mis sentidos concentrados en descubrir el contenido, sin tocar y penetrando con mi mirada en su interior. Distingo algo oscuro y compacto, pareciera de plástico. Hacia un lado y algo escondido, observo eso alargado y amarillo… ¿un cable? Percibo un tenue sonido ¿de reloj? proviniendo desde adentro. Aguzo mi oído… ya no tengo dudas. Esfuerzo mi vista y distingo dos colores diferentes de cables. ¡Claro que debería haber sospechado!
De pronto el silencio es absoluto. Se desvanecen los sonidos. Se esfuman los colores. Se diluyen los olores. Ya no hay gente. Ya no hay árboles. Ya no siento calor. Imágenes, sensaciones, sentimientos: desordenado y vertiginoso me está invadiendo un pasado que no pido ni quiero rememorar.
“La eternidad es un segundo”. Algún pariente solía repetir esta sentencia cuando yo era pequeña, y en este ínfimo instante puedo comprender la frase.
Experimento una extraña calma mientras recuerdo que acepté cuidar una mochila ajena. Y repentinamente todo se torna blanco y brillante. En una plaza céntrica y concurrida, un hombre correcto y amable, una mujer sola y expectante. En Palestina.

©Analía Pascaner

Vuelo demorado


La pista del Aeropuerto Internacional John Fitzgerald Kennedy se hallaba cubierta por una luz mortecina. Destellos tenues de diversos colores se hundían en la nieve acumulada. El cielo se apoyaba pesadamente sobre edificios apenas visibles.
El éxito del empresario se apagaba. El descuido estaba sellado en cada arruga de su traje y sus zapatos ya no brillaban provocadores. Sus ojos enrojecidos indicaban algo más que cansancio y la barba comenzaba a endurecer su rostro aniñado. Sus dedos delgados apretaban las teclas de un teléfono móvil. Sus pasos recorrían escasos metros en un ir y venir apurado. Sus manos pulcras acomodaban el cabello una y otra vez. Su arrogancia extranjera cedía paso a la impotencia, su soberbia desaparecía ante la incertidumbre, su elegancia se consumía frente a la desesperación.
Vacaciones de invierno, vacaciones de verano: imposibilidad para conseguir pasajes de avión a último momento. Compró un boleto Nueva York-Buenos Aires, un vuelo directo ahora demorado por las condiciones climáticas.
Tal vez aún llegue a tiempo, murmuró, pensando en esa llamada telefónica recibida horas antes, mientras encendía el enésimo cigarrillo de la jornada.
La gente se agolpaba delante de los mostradores de las aerolíneas, los teléfonos sonaban insistentemente. Personas echadas en sillones, sobre maletas, en el piso. Los altoparlantes mudos.
Una música melódica rasgó sus pensamientos: el sonido procedía del interior de su saco. Su mano se deslizó con torpeza dentro del bolsillo. Tomó el delgado aparato, balbuceó un ¿si? y segundos después su mirada se perdió lejos de allí, donde hubiera deseado hallarse en aquel instante.
Ese atardecer el frío desgarró su corazón y desencadenó su dolor. La nieve congeló su razón y paralizó su vida. Sus dedos se crisparon y su piel se erizó. El teléfono se escurrió de sus manos. Cayó de rodillas mientras un alarido brotaba desde sus entrañas atrayendo la atención de los presentes.
Alguien levantó el teléfono y escuchó una voz metálica:
-Señor… ¿está usted bien? Señor… ¿me escucha? Le repito: su esposa y su hijo fallecieron en el hospital luego del accidente ocurrido en la Autopista del Oeste; fue imposible salvar la vida del bebé que gestaba su esposa. ¿Señor…? ¿…está usted bien? ¿me escucha? ¿se siente bien? ¿Señor? ¿señor…?
En ese instante, alguien observó a través de los ventanales del Aeropuerto: el cielo, ese cielo que momentos antes descansara sobre los edificios, ahora comenzaba a llorar.
Afuera, el gris se desplomaba en copiosas gotas y la nieve cedía suave y sin resistencia. Adentro, los altoparlantes anunciaban la progresiva reanudación de los vuelos y proclamaban la irreverente continuidad de la vida.


©Analía Pascaner
Publicado en revista literaria con voz propia Nº 84


Ahora soy...


  
Me desprendí de esa pequeña cosa que llamamos ‘yo’,
y me convertí en el inmenso mundo.
Musô Soseki


Ahora soy aquel árbol recibiendo las gotas de lluvia luego de la desoladora sequía. Percibo el olor a verde, a madera, a vida. Poco a poco comienzo a sentir los latidos de mi corazón. Ahora soy esa flor estrenando su aterciopelado color lila, permitiéndose las caricias de la mansa lluvia. Me regocijo al descubrir el tobogán formado por las hojas de árboles y plantas, por donde se deslizan las gotas haciéndome cosquillas e invitándome a entreverarnos con sus compañeras en el pasto. Paulatinamente las montañas me pintan con sus brillantes colores verde, azul, rosado, y con sus opacos marrón, gris, amarillo. Mi corazón, tambor vibrando al ritmo frenético de una danza indígena.
Ahora soy esa nube que siempre anhelé ser, inalcanzable, esa nube indemne recortada en el celeste radiante. Soy las miles de estrellas que resplandecen cada noche, tanto ésta tímida e imperceptible como aquélla orgullosa y centelleante. Soy esa pequeña luna que se resiste a ocultarse tras la línea temblorosa trazada por las montañas, y soy también la sorprendente luna amarilla anunciando una interminable noche plateada. Percibo una incandescente luz pujando por brotar desde cada poro de mi piel.
Ya no recuerdo qué quise ser, sólo sé que cierto día me permití sentir. Cerré mis ojos y me hundí en mi interior. La sencillez se apoderó de mí, no recuerdo cómo ni por qué, y llené mi alma con la magia que me invade a cada instante, una magia hasta ese día imperceptible. Fui gigante indiferente, absorto, agobiado, quien al despertar debió ser cuidadoso para no romper con su torpe paso, el asombroso milagro de la vida. 
Ahora respiro plena al sentirme nube, estrella, montaña, luna, cielo, lluvia, árbol, flor.
Finalmente… ahora soy todo aquello que inunda mi ser.


Mayo 2002/Noviembre 2014
©Analía Pascaner


El amor de mi mamá


                    Por los niños que no superaron “la próxima vez”

-Te lo tengo que contar… Disculpá pero te lo tengo que contar…
Hay angustia en la voz masculina. Se interrumpe. Se escuchan murmullos del otro lado de la línea telefónica y de pronto la mujer oye esa voz suave, tierna, amada, esperada:
-Tía, te cuento algo pero no te pongas mal, si? Mamá me empujó por la escalera y…
-Ppero… ¡¿cómo?! ¡qué locura! Ay querido… Pero… ¡¿cómo pudo…?!
Necesita abrazarlo, protegerlo. Desea borrar los mil kilómetros que la separan de ese niño. Necesita envolverlo con su amor, por el niño, por ella misma. Su corazón se detiene en el dolor. Las palabras desaparecen. Una piedra se instala en su abdomen.
-Te… te lastimaste…? Te duele?
¿Cómo preguntar si se lastimó? ¿Acaso importa si siente o no dolor? La mujer se postra y suplica a Dios por alivio para el pequeño, para su alma atormentada y su cuerpito sufriente. ¿Qué señal necesita para cruzar la línea, para interceder, para proteger? Se promete que la próxima vez irá a la policía o al juzgado, o a ambos. Sí… será cuando suceda la próxima vez.
-Un juez de menores te escuchará. Viajo allá y te llevo al Juzgado para que cuentes lo que te ocurre -le explicó la tía dos semanas atrás, cuando comenzó este camino de horror y pidió al pequeño que fuera a vivir con ella. El niño mostró su dolorosa realidad: se siente responsable por sus hermanos menores, prefiere exponer su cuerpo y su alma antes que entregar a sus hermanitos al descontrol materno.
La mujer no tiene fundamentos para rescatarlo. Vive lejos. En su provincia todas las puertas se cierran, algunas ni siquiera se abren. Los menores deben vivir con su madre. No reciben su denuncia porque usted no vive con ellos.
A la mañana siguiente recibe otro llamado del padre adoptivo:
-Te lo tengo que contar… disculpá pero te lo tengo que contar… Hoy mi esposa obligó al nene a prometerle que no regresará de la escuela porque si vuelve a casa lo matará…
-Por favor… hacé algo por favor. No es tu hijo pero debés hacer algo. Si esto les pasara a tus propios hijos realizarías la denuncia y los sacarías de la casa. -Y repitiendo las palabras del día anterior: -Llevalo al hospital, hablá con algún vecino, con la maestra. Por favor reaccioná antes que sea tarde, vos vivís allí, tomá conciencia. Por favor hacé algo… te lo ruego por favor… Yo ya estoy viajando y voy directamente al Juzgado esperando puedas respaldar mi denuncia.
-Y… pero… no sé… es que… ¿sabés…? yo creo que no deberías meterte, yo sólo te cuento para que lo sepas…
Los pensamientos de la mujer se dispersan recordando situaciones referidas por la criatura. Deditos machucados por la puerta. Su ropa cortajeada con tijeras. La hebilla del cinturón estampada en sus brazos. Los padres golpeadores pegan donde no se ve, señora, en esa casa no pasa nada. Rehacer tarea escolar por encontrarla despedazada en la basura. Permanecer de pie en el patio “hasta que el frío te enseñe a respetarme”. Insultos, amenazas. Desprecio, indiferencia. Cargar culpas y miserias ajenas. Parece que hubieran pasado años en esas semanas. La infancia del chiquitín librada a la ira de su madre. Vivir con miedo. ¿Vivir…?
-Sí… voy directamente al Juzgado y también haré la denuncia en la Policía. No importa que esté sola en esto, rescataré a ese niño. El sonido del teléfono la sobresalta. Escucha unos segundos. El móvil cae. La mujer se derrumba. Su mundo se desmorona. Su alma se desgarra.

Los testigos coincidieron. El niño con guardapolvo blanco avanzó hacia la ruta provincial, caminando lenta y pesadamente, sin detenerse, ni siquiera parecía escuchar las advertencias de la gente.
Una joven levantó del suelo un cuaderno escolar y en la última hoja, escrito con roja prolijidad, leyó luego de letras infantiles: ¡Otra vez no has hecho la tarea! Mañana debes venir con tu madre a clase. La muchacha volvió sus ojos al fatídico título: “Dibujar” -y en la línea siguiente- “El amor de mi mamá”. La misma joven se estremeció cuando percibió una dulce sonrisa dando serenidad al rostro de ese angelito. Las autoridades consideraron irrelevante esta información.


Otoño 2013
©Analía Pascaner

Clase turista



Dedicado a los niños de San Antonio de los Cobres, Salta, Argentina. Pueblo ubicado a 3.775 metros sobre el nivel del mar


Nos movemos con ansiedad, caminamos apresurados hacia la puerta. Abrigados, equipados con cámaras de fotos, filmadoras. Un guía explica: No den dinero a los chicos porque la gente del pueblo no quiere fomentar la mendicidad. Pueden comprar sus artesanías.
Y entonces bajamos del tren por primera vez.
Apenas caminé un paso, me vi rodeada de gran cantidad de niños. Ojos oscuros, mirada clara. Piel morena, sonrisa radiante. Actitud expectante, andar tranquilo. Me envolvieron y me contagiaron su paz.
La gente agolpada comprando, regateando, subestimando. La gente apurada empujando, ignorando, atropellando. El objetivo estaba claro: obtener artesanías a menor precio, plasmar paisajes y rostros de la Puna.
Mi cámara digital fue tomando segundo, tercer, último lugar, hasta quedar relegada sobre mi hombro. Mi atención imperiosa se volcó hacia los pequeños vendedores, quienes extendían sus manitos mostrando gorros, monederos, lapiceras, prendedores; si hasta piedras vendían, limpias y prolijamente exhibidas en cajas.
Retenía los nombres mientras me respondían y luego de unos minutos ya no hubo diferencia entre Cintia, Damián, Lorena, Matías y tantos más. No significaba que los niños fueran iguales, sencillamente mis sentimientos se fundieron con su piel y su calma, con sus miradas curiosas de ojitos vivaces, con sus voces nítidas y sus palabras entrecortadas, con el beso adherido a su sonrisa. Esos niños ocupaban todos mis pensamientos.
Una voz diferente, surgida del silencio atronador de las montañas, me ubicó en la realidad: Señora, suba. Sólo queda usted. Suba ahora señora.
Los chicos no se alejaban y tampoco podía apartarme de ellos.
Ascendí al tren, conmovida, emocionada, aturdida. Mis manos llenas de artesanías y piedras que ni siquiera sabía para quién había comprado.
No tengo demasiada conciencia de lo sucedido durante los pocos kilómetros de marcha hasta la segunda parada. Luego el mismo pedido de los guías: no dar dinero, tomar fotografías, comprar artesanías, deleitarse con comidas regionales. Debía ser un acto simple, una poca cosa.
¿Simple…? No, no fue así. También para mí fue similar: los niños rodeándome y alcanzándome con sus miradas, sus manitos, sus sonrisas. Me inundaron con sus silencios, sus necesidades, su humildad.
Recuerdo la prisa de la niña al comer el chocolate que mi mano temblorosa le entregó, mientras su compañerita averiguaba “¿qué nos da la señora?”, “es chocolate, comé comé”.
Aún escucho y veo a esa otra nena pidiendo “¿tiene algo suyo pa' que me dé?”. Busqué en mi bandolera donde poco tenía -lentes, pañuelo, algo de dinero-, y tan sólo pude darle un lápiz, tan sólo pude preguntarle su nombre.
Recuerdo al chiquitín que me vendía un yuyo, yica-yica. Al preguntarle para qué servía, su vivacidad, su alegría, su voz aguda, todo él involucrado en la respuesta mientras explicaba: “pa' que se haga más güena”.
Y subí al tren por segunda, por última vez. Mis manos nuevamente repletas de artesanías y piedras. El alma abrumada, los sentimientos entreverados, los pensamientos confusos. ¿Acaso los volvería a ver? ¿acaso sabría algo de ellos en alguna oportunidad? ¿acaso los podría reconocer?
Cada día pienso en esos niños, evoco sus voces, sus miradas curiosas, sus manitos extendidas. Algunas noches me despierto y los veo correr al lado del tren, saludando y acompañando su marcha durante unos metros.
Yo regresé en ese tren. Mi alma quedó con ellos.

Mayo 2012
©Analía Pascaner

El gris de sus ojos resplandece...

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………………………………………………………………A GP, en mi recuerdo

El gris de sus ojos resplandece. Sus palabras surgen a borbotones. Sonríe. Su mirada adquiere un color picaresco y vuelve a ser ese niño expectante, mirando el horizonte desde el andén pegado a las vías. Tiene urgencia porque sabe que ese recuerdo no debe esfumarse: su abuelo llegando en un carro tirado por dos caballos, los cinco centavos tintineando antes de deslizarse desde manos enguantadas, la carrera de los hermanos hasta la heladería del pueblo. Instantes más tarde su mirada se torna transparente y se pierde en algún rincón impenetrable. Ya no hay conexión posible.
Generoso y solidario, decidido e inquieto. Brillante y sagaz, inteligente y ágil. Perfeccionista e implacable, la gente de su entorno sabía el precio a pagar al escurrirse algún error. Se postergó cada día priorizando su trabajo, para dar una vida digna a su familia.
Nunca permitió aflorar sus sentimientos. Jamás una lágrima rodó por sus mejillas jóvenes. Su alma sensible aprendió a callar. Sólo quienes comprendían la expresión de sus ojos grises, sabían de su pena o su alegría.
Los años cayeron encima suyo. El tiempo dibujó severas grietas en su frente ancha.
Las ropas oscuras contrastan con su palidez. Sus dedos delgados parecen enredarse entorpeciendo los movimientos de sus manos pulcras. Su corazón gastado por el amor a una mujer. Su mirada y sus palabras denotan desazón por este mundo, mientras protesta: no sé adónde vamos a ir a parar
Su piel es un traje demasiado grande y lo tolera en silencio y con pesar, viendo transcurrir sus días desde una ventana, entre naipes solitarios esparcidos sobre un mantel raído, naipes tan solitarios y ajados como él mismo.
El desánimo acompaña sus pasos. Se siente viejo y agobiado, ya no tiene ilusiones ni sueños, algunos proyectos se concretaron quedando otros muy atrás en el camino. Su mirada y su mente dejaron de brillar hace tiempo.
Sólo espera. Sabe que algún día llegará ese momento en que descansará para siempre de esta vida que tanto esfuerzo y sacrificio le costó andar.


noviembre 2002 / julio 2011
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©Analía Pascaner.....

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Mi homenaje a María Elena Walsh

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Su transitar dejó una huella profunda, sentida, conmovedora.
Crecí con las canciones y poemas de esta grandiosa mujer.
Canté, bailé, me reí, creí, me ilusioné, la transmití (a mi gente y alumnitos), lloré, volví a creer, viví.
Analía Pascaner. Enero de 2011

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Como la cigarra

Tantas veces me mataron,
tantas veces me morí,
sin embargo estoy aquí
resucitando.
Gracias doy a la desgracia
y a la mano con puñal
porque me mató tan mal,
y seguí cantando.

Cantando al sol como la cigarra
después de un año bajo la tierra,
igual que sobreviviente
que vuelve de la guerra.

Tantas veces me borraron,
tantas desaparecí,
a mi propio entierro fui
sola y llorando.
Hice un nudo en el pañuelo
pero me olvidé después
que no era la única vez,
y volví cantando.

Tantas veces te mataron,
tantas resucitarás,
tantas noches pasarás
desesperando.
A la hora del naufragio
y la de la oscuridad
alguien te rescatará
para ir cantando.

.......................María Elena Walsh
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Una sola palabra

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El sol la encuentra meciéndose suavemente, una dulce sonrisa ilumina su rostro. Mágicamente regresa a su niñez, época de oro en que sólo a ella se le permitía hamacarse en la mecedora de esterilla de la abuela. Cuánto la complacía esa mujer de cabellos plateados, mirada tierna, voz cadenciosa y manos repletas de caricias y galletas recién horneadas.
La cirugía fue sencilla, ella está animada y aprovecha para disfrutar de un descanso en esa habitación confortable.
Se abre la puerta y entra él.
Disfruta de la compañía de este hombre de edad mediana, impecable chaquetilla blanca, cuerpo atlético, aire seductor, con algunas canas que lo muestran más interesante aún.
Se saludan afablemente, charlan unos minutos. Él pregunta donde está el informe. Ella señala una mesa y aguarda despreocupada, se mece suavemente y piensa en su niñez.
Manos pulcras abren un sobre cuidadosamente cerrado. Sus ojos quedan fijos demasiado tiempo, su mirada clavada en el papel.
La joven mujer sigue balanceándose y otra vez es pequeña. Rememora la suavidad de las caricias, la ternura de la mirada, el aroma de las galletas, escucha a su abuela llamándola por su nombre.
La voz del médico la trae a la realidad, le dará el alta y retomará su vida habitual. Sin embargo algo extraño sucede: él juguetea nerviosamente con ese pequeño papel, no la mira siquiera cuando habla. Muchas frases salen de su boca sin que ella logre entenderlas, entonces cierta palabra la alerta y empieza a comprender que algo terrible sucede.
El sillón se detiene, se arrima hacia delante y de modo casi inaudible formula una pregunta, la que nunca hubiera querido realizar, de la cual nunca hubiera querido escuchar la respuesta. Sus miradas se cruzan por primera vez desde que él buscara el sobre cerrado. Recibe la certera flecha confirmando sus dudas y luego no escucha nada más.
Él sigue hablando con voz temblorosa aunque ella ya no oye esas palabras, sólo percibe gritos aturdiendo su mente, dagas desgarrando su alma, latigazos desmenuzando sus sueños.
Se siente perturbada. Esa noticia acaba de matarla.
Su juventud, sus hijos pequeños, sus seres amados, sus ilusiones… Su vida destruida por el zarpazo de una sola palabra, una mala palabra, irrepetible, innombrable, devastadora.
El médico se acerca para saludarla, menciona algo de las curaciones y por fin se va.
Sí… por fin se va… Ella sigue con sus ojos húmedos a ese insignificante ser, encorvado, canoso, desaliñado, arrastrando sus pies al caminar.
Vuelve a recostarse en la mecedora, ya en la protección de la soledad. Sus sentimientos la desbordan, sus pensamientos se descontrolan. Se balancea nuevamente aunque ya no piensa en su niñez, la realidad la sacudió con una decisión asesina.
De pronto se siente débil, cansada. Intenta ordenar sus ideas, quisiera saber cómo actuar. ¿Para qué esperar el momento del fin, con todo el deterioro que conlleva, si el destino ya firmó su sentencia?
El dolor lacera sus entrañas. Tembló el piso y todo cayó a su alrededor.
El sillón se mece con suave cadencia. Su mirada se pierde en algún recoveco de su niñez, anhela regresar allí y dormirse protegida por los brazos de su abuela, sin pensar en nada más.
El sol acaricia un rostro sereno, empapado en lágrimas, mientras se enciende una tenue luz en su corazón.
Tal vez es la angustia que acrecienta su fortaleza.
O quizá es la certeza que al fin pronto todo terminará.


Junio 2002 - Septiembre 2010
Publicado en la revista literaria con voz propia nº 43
©Analía Pascaner

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Todo sucedió tan rápido

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Mi esposo me pidió que llevara un abrigo y saliera de la casa porque se venía el agua. Mi mirada se paralizó en su rostro, observé a mis hijos de tres y cinco años en sus brazos y sin preguntar siquiera, alcé a mi bebé y seguí a mi marido. Nos abrimos paso y caminamos entre la correntada hasta que alguien detuvo su camioneta para sacarnos del barrio.
Salí de mi hogar para adentrarme en un mundo de espanto y caos. En la calle me aturdieron el sonido de las sirenas y los gritos desgarrantes. Por las calles circulaban en forma desordenada ambulancias, coches de policía y otros vehículos, algunos con lanchas a remolque. Unas personas corrían atropellando y pidiendo ayuda, otras permanecían quietas gritando nombres. Familias abrazadas sin saber adónde ir. Hombres encaramados en los techos de sus viviendas. Y la ciudad en tinieblas bajo una lluvia torrencial.
El agua: protagonista principal. El agua arrasando las pertenencias. El agua borrando los recuerdos. El agua ahogando las ilusiones. El agua tragando los hogares. El agua cobrando vidas. El agua, monstruo devorador que nos hundió a todos en su gigantesco remolino de devastación.
Seguía paralizada mientras me alejaba del horror. La angustia me invadió más tarde, cuando nos encontramos amontonados en los patios y aulas de una escuela. La tristeza al ver el rostro de quienes llegaban buscando familiares y se marchaban desolados. La desilusión al observar el cielo gris plomizo cada noche y comprobar que al otro día la lluvia nos acompañaría. La aflicción al conocer la desesperación de quienes se quedaron en los techos y luego pedían ser rescatados pues el agua helada ya cubría sus piernas. La impotencia al saber de aquéllos que no tuvieron la menor posibilidad de salvación.
Por las noches casi no dormía, abrazaba a mis hijos, sus caritas contraídas en un sueño intranquilo. La tibieza del brazo de mi esposo sobre mis hombros me envolvía con incierta seguridad. Me rodeaban rostros de desolación, tristeza, dolor, impotencia, preocupación, rabia, soledad y el llanto desgarrador constante. La ropa empezaba a formar parte de mi piel humedeciéndome hasta el alma. A lo lejos una radio transmitía nombres de instituciones convertidas en centros de evacuados y me recordaba que había gente desaparecida, así como todos aquellos artículos que necesitábamos para sobrevivir en medio de esta tragedia. Sin embargo las necesidades del corazón no se podían expresar, no se transmitían por ninguna radio: nadie las cubriría, nadie taparía los huecos del dolor.
Poco a poco nos fuimos acomodando y reconociendo unos a otros, aprendiendo a convivir y a compartir. Pronto reconocimos a quienes pretendían estar en un hotel y exigían cierta deferencia. Otros sólo dormían: la forma más sencilla para no pensar, no sentir. La solidaridad de la gente nos proporcionó algún tipo de bienestar físico y también nos reconfortó, con su calidez nos secó la humedad del cuerpo y nos acarició el corazón.
La bronca me estremecía cuando escuchaba acerca de los saqueos cometidos por los buceadores nocturnos. Retenía con mayor fuerza a mis hijos cuando observaba el rostro deshecho de quienes no encontraban a sus allegados; mi pecho se cerraba cuando una voz entrecortada rogaba: “por favor… tal vez hubo un error, por favor… tal vez no lo vio en la lista, por favor… busque otra vez”. Todavía los escucho clamar por sus seres queridos, todavía oigo el lastimoso “por favor… por favor…”, con un deseo vívido en sus palabras: “por favor… hermano querido, madre mía, hijo amado, que estés vivo por favor…”.
Ya pasaron varios días y el agua está bajando. Algunas personas volvieron a sus casas para comenzar con la penosa y lenta reconstrucción. Observo regresar vencidos a quienes susurrando cuentan: “Afuera sólo hay barro y mal olor”; hablan de viviendas asoladas, saqueadas, y lo poco que quedó se reduce a trapos, trozos de madera, suciedad y más suciedad. Todo, todo destruido.
Sonrío cansadamente al mirar a mis hijos y a mi esposo. Le agradezco a Dios, a la vida, al destino, por estar juntos y vivos. Agradezco porque sobrevivimos a la desesperación, la angustia, la impotencia y la tristeza de la pérdida material. Agradezco por la gente solidaria, por el sol, por la vida.
Sí, todo sucedió tan rápido… Y aunque de nuestra casa no queda absolutamente nada, me siento afortunada porque jamás perdimos nuestro hogar.


Junio 2003

©Analía Pascaner
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El cine

Qué sé yo… me dijeron que era buena, veremos, ja! veremos dijo un ciego, mmm qué poca gente che, ¿será buena de verdad? En realidad no pierdo nada viniendo al cine, prefiero estar sentadita con aire acondicionado y no parada planchando y transpirando como energúmena. Qué desgracia el planchado, pensar que a Graciela le gusta planchar, ¡claro! cómo no le va a gustar planchar si la empleada lo hace por ella, qué graciosa, a mí también me gustaría si alguien lo hiciera por mí, una cosa es agarrar la ropa doblada, prolijita y guardarla en los cajones y otra muy diferente es ponerse a planchar con dos mil grados de calor, después los pies y las manos se te revientan.
¿Y éstos qué se creen? ¿que están en una cancha? No se dan cuenta que están entrando al cine, con poca gente, a media luz, al menos eso les debería inspirar respeto, o no? Él se sonríe, las carcajadas de ella inundan la sala, debería mirarse en el espejo para reírse de ella misma, con ese pantalón descosido a la altura de la cadera, se nota que engordó sus buenos kilitos, además qué mal los colores de su ropa, incapaz de combinar decentemente: ¡¿remera marrón y pantalón violeta?! Y ese cabello sucio… ¿se sentirá el olor? No, no puede ser, no te digo? no te puedo creer que estando la sala casi vacía se sientan justo delante mío, ufa porqué no seré más alta, ahora tengo que mudar todas mis cosas, con el empeño que puse en elegir un buen asiento y acomodarme bien, esta gente que no piensa en los demás… ¡Dios mío!
Bueno, acá estoy mejor, espero que a nadie se le ocurra sentarse delante mío otra vez, vengo al cine en horarios en que hay poca gente y siempre algún pavo se sienta para taparme. Listo, bien sentadita, a ver si nadie me mira… me saco las sandalias, mejor pongo las dos juntitas, tipo al lado de la cama. Me acuerdo esa vez que no encontraba por nada del mundo un zapato, me sentí tan maaalll, primero tanteé con un pie, después con el otro, después me agaché estirando una mano y al final terminé metiendo la cabeza debajo de los asientos, qué vergüenza, creo que nadie se dio cuenta pero eso sí… aprendí a poner los dos zapatos juntos y debajo de mis pies, total yo siempre me quedo bien sentada en mi asiento y de esa forma nunca los patearía.
¡¡¡Pero no te lo puedo creer!!! Síiii, cómo no creerlo viniendo de esa tipa tan desubicada, ahora tiró todo el pororó al piso, no puedo creer las carcajadas de esta mujercita. Dale… agachate a buscar el pororó así salís con la pierna del pantalón en la mano… dale… me encantaría que se te rompiera del todo, te lo merecés por ordinaria, seguro que a vos ni te preocupa el planchado, qué tipa, por fffavor… gente así no debería salir de su casa siquiera o deberían juntarse todos en el mismo lugar, pero por fffavor…
Está bueno este maní con chocolate, me gusta más que el otro que compraba antes, voy a terminar engordando como la mujercita esa y voy a reventar la ropa, ja! Podría haberle dicho a Graciela que me acompañara, no? ella está solita también pero me cansa que siempre se la pase hablando de su nuevo novio como si fuera lo mejor que existe sobre la tierra, si ella supiera quién es realmente ese “gran hombre”, qué ingenua pobre Graciela, pero es buena, me cuenta cosas mientras plancho la ropa de todos los días, un día la invitaré a comer, me da pena pobrecita, decir que mi pizza es la mejor que comió en toda su vida. Es cierto que cocino bien, bah... decir bien es rebajarme, ¡muy bien cocino! ¡más que bien! además de limpiar, lavar, planchar, ordenar y organizar como la mejor. Lo que pasa es que me harté de pasarme horas en la cocina, te matás para preparar lo más rico y después… zas… desaparece de un bocado, ni te sentaste a la mesa que ya se levantaron y… ¿alguien te dijo algo? Un día voy a hacer huelga y ahí recién van a reconocer que para algo sirvo yo.
Ahhhhh ya mermaron las luces, espero que comience pronto porque ya voy por el segundo paquete de maní con chocolate y no quiero salir a comprarme más, por suerte me queda uno entero en la cartera todavía. ¿A ver cuánta gente hay? Uy, qué poquita, ¿será buena la peli, che? Un tipo solo… a ver… ¿es joven? nooo, es hombre grande, y ni le puedo ver la cara porque está leyendo, ¿qué leerá? A ver… no puedo ver, uy, justo miró para acá, qué vergüenza, a ver si se dio cuenta. Y mirá esos dos arrumaditos de allá atrás… si me fío por ésos para saber si es buena… mmm… tengo la certeza de que vinieron al cine a otra cosa.
Aaaay ese cine de baaarrio, vi doscientas veces la misma película con el mismo chico, ni me acuerdo la cara che, pero cómo me gustaba… Me tenía muerta y hasta el día de hoy no sé si él se dio cuenta. ¿Y ese día que me hice la friolenta para que me abrazara? El tonto ni se arrimó pero al menos me prestó su suéter, ahhhhh qué semana mágica hasta que se lo devolví… era tan suave… tan fino… un Bremer amarillo clarito… ahora pienso que si me lo hubiera quedado, él ni se habría enterado. ¿Y si hubiera pasado algo con él? mmm qué diferente sería mi vida ahora… No, mucho mejor que no pasó nada, si era un chiquilín, un niñito mimado de mamá, ja! hubiera vivido su mamá con nosotros, ¡Dios me libre y me guarde!
No puedo creer que la tipa esa se vuelva a reír de tal forma, qué ordinaria, no entiendo porqué revolea todo el cuerpo cuando se ríe. Pobre tipo, ¿qué hace al lado de ella? ¿tanto la querrá? ¿Será que el amor todo lo puede? como dice esa parte tan linda de la Biblia, ni sé dónde, aunque lo que más me gusta de la Biblia es la historia del Rey David, de nada a rey, qué bárbaro che, ¿y acaso hizo méritos? noooo, nada que ver, se portó siempre pésimamente mal pero estaba tranquilo porque era “el elegido” entonces se mandaba las macanas que quería y Dios siempre terminaba perdonándolo, pero me dijo alguien que después fue buena persona che, pagó por sus malas actitudes y fue un rey justo. Uy, se me cayó un manicito, no escuché el ruido, espero que no haya caído en la pollera, después no va a salir la mancha, ni siquiera con ese jabón nuevo que no sirve para nada a pesar del precio, qué pena, a ver… ojalá que no me haya manchado, después queda para siempre ese redondelito transparente que todos, absolutamente todos, saben que es de aceite, espantosa queda la ropa así.
¡Y la tipa sigue riéndose! Espero que en la película se quede callada porque sino algo le voy a decir, ah, eso seguuuro, no me voy a quedar callada, ¿quién se cree que es? ¿que viene al cine a reírse nada más? A ver si todavía es de ésas que hacen comentarios durante toda la película, espero que no porque algo le digo, no sé bien qué… “che nenita ordinaria, callate de una buena vez, por qué no te vas a reír a la cancha, estarías más a gusto allá”, no, así no le diría, soy decente che, no me voy a poner a su altura.
¿Y para qué bajaron las luces? ¿para que se apuren a entrar? ¿para tenerte con la angustia en el corazón hasta que empieza? A ver… si ni está el tipo que pasa la película, y yo digo, no? ¿éstos se quedarán ahí siempre o se irán a tomar algo o se dormirán? Qué aburrido, verse dos mil veces la misma película, pobres tipos si no les gusta, no?
Y-no-pienso-abrir-el-otro-paquete-de-maní-con-chocolate, NO, dije nnnoooo. Me queda uno solo y es tan larga la película. Qué pena, no me va a alcanzar, mejor me voy a comprar otros dos paquetes antes de que empiece, ni sé qué hora es ya. Ma si, salgo un ratito y me voy al kiosco, total la sala está vacía y tengo asientos de sobra, no van a abrir la jaula y van a entrar todos juntos, seguro que no.
A ver… las sandalias, la cartera, el saquito, la bolsa con las ofertas que compré en el super… listo, tengo todo, ya vengo… voy y vengo de una corridita. ¿Y agua…? No, casi no tomé, dicen que engorda cuando tomás mientras comés, no sé si será cierto, por las dudas…
¡Uy! qué pena, se me arrugó un poquito la pollera.


©Analía Pascaner

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Amanecer


Descripción: Junio en CatamarcaEl lucero del alba brilla reconociéndose dueño indiscutible de la noche. El cielo aún está poblado de estrellas. Distingo la silueta negra de la majestuosa cadena del Ancasti obstruyendo el alba. Enfrente vislumbro una mole gris plomiza, la cadena montañosa del Ambato, quien adquiere todos los tonos en existencia para pintar cada milímetro de su superficie.
El guardián nocturno sigue fulgurante aunque con menor intensidad, una estrella cercana retarda su parpadeo. El cielo algo más claro les indica que pronto deberán entregarse a su sueño diurno.
El firmamento, sin brillo como si lo tapara el humo de una chimenea, deja entrever la sombra platinada de la nieve acumulada en las cimas. Escasas estrellas se animan a permanecer en la bóveda que se aclara a cada instante.
Al este el cielo se torna amarillento. Al oeste las montañas se robaron el celeste grisáceo de algún uniforme fabril, cada piedra toma un tono de gris o celeste para vestirse como más le plazca.
La mañana está quieta. Las plantas y los árboles inmóviles. La ciudad duerme aún. El silencio precede el despertar del día. Apenas se escuchan algunos ruidos lejanos.
El lucero cede su reinado al sol de manera imperceptible. Bastó apartar mi vista de la estrella pequeña para que ésta desapareciera. En lo alto, una audaz estrella titila con cautela sabiendo que pronto se consumirá su luz.
El celeste grisáceo de las montañas más lejanas se comienza a confundir con la cúpula celeste. Las cumbres más bajas toman un color gris verdoso, cual gigantesca alfombra tendida sobre una superficie despareja. Al este, la silueta del Ancasti es una línea recta trazada por una mano temblorosa.
Hacia el sur, una tenue y desteñida pincelada rosada colorea el cielo en su parte inferior, como si el humo de esa chimenea hubiera cambiado su color al trasladarse hasta allí.
Al este, el imponente corte negro del horizonte se pronuncia sobre el cielo blanco y radiante. Al oeste, el Ambato aparta lentamente su gris permitiendo la entrada de un temeroso rosado. El tapiz inferior se aclara. El volcán Manchao, centinela dormido, llama a la nieve desde su interior para nutrir la llama de la solemnidad que ostenta sobre el valle.
Momento extraño. Esa hora en que se confunde el atardecer con el amanecer. Esa hora en que no se reconoce si nos envolverá un manto negro o sobrevendrá una jornada de luz.
Las luces de la calle se apagan. Una tibieza amarilla me confirma que definitivamente comenzará un nuevo día, no hay retorno posible debajo de esta atmósfera transparente, y sin embargo el lucero sigue allí… pujando por permanecer en el poder. Las cadenas montañosas contrastan notablemente: la del este renegrida mientras la del oeste despliega gran variedad de tonos en una gama de colores que incluyen el gris, el verde y el rosado.
Un pájaro surca el cielo por primera vez, lo sigue uno más… y otro, y otro más. Su vuelo y su trinar indican el inicio de su trajín diario.
La franja rosada del sur permanece inmóvil. El firmamento desvanece el celeste intenso hacia sus bordes tomando distintos tonos de celeste, rosado, amarillo y blanco.
Siento la presencia del sol en el color de cada piedra. El Manchao comienza a teñirse de rosado. Las cumbres dejan el celeste grisáceo para ser rosadas brillantes y su contorno abrupto se recorta perfectamente en el cielo. Me empequeñezco ante el descarado cambio producido en esas montañas delante de mis ojos: del rosado al anaranjado, luego al amarillo blancuzco, segundos después al gris, terminando tan celestes como el cielo mismo, pasando a formar parte de él, ambos con superficies tan diferentes como atrayentes: una escarpada, la otra aterciopelada. El Manchao conserva una brizna amarilla que pronto lo abandonará para conservar el gris durante las horas de claridad. El sol demuestra su soberanía sobre estas montañas, al observarlas ya lo siento latir en mi piel, ya percibo cómo despeja mi aliento blanquecino.
Un brillo furioso me permite distinguir el lugar preciso por donde saldrá el sol. El cielo lo toma desde sus rayos para animarlo a gobernar el día. Un pájaro surca raudamente el celeste en dirección al sol para socorrer al cielo en su tarea. La fuerza de la corona anaranjada rompió la línea del horizonte y mi sombra estirada comienza a sentir su calor. Cuando la bola rabiosa se desprende del contorno de las montañas y esta línea retoma su continuidad, el sol se convierte en el amo irrevocable.
El cielo celeste intenso. La cadena montañosa del este verde oscuro. Las montañas del oeste con su silueta delineada en el cielo: celeste contra celeste. Los cerros cercanos verde claro. Todo exactamente como permanecerá mientras tanto el sol nos acompañe durante el día de hoy.

Junio 2003

©Analía Pascaner
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Buenos Aires, 1975

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…………………….………Hay algo peor que la angustia de la página en blanco
.……………………………Algo peor que no tener ninguna historia que contar:
……………………….……es haber oído demasiadas, y no poder olvidarlas.
…………………....……………………………………………………Fabián Polosecki


Era adolescente, regresaba despreocupada a mi casa cuando cerca de la entrada vi a un grupo de uniformados, algo usual por aquella época. Imprevistamente, un fusil me señaló la puerta y un soldado me ordenó:
-Entrá, pendeja, que la cosa no es con vos.
El miedo me apuró aunque no me impidió ver al hombre acostado boca abajo en la vereda, sus manos cruzadas sobre la nuca, rodeado por varios soldados apuntándole con sus armas.
Traspasé el umbral de mi casa sin comprender qué sucedía. No lo hablé con nadie, no se lo conté a nadie, ni siquiera esperé el desenlace espiando por la ventana.
El miedo se convirtió en cobardía y luego en indiferencia: ignoré esa situación y la guardé bajo llave.
Recordé ese hecho algún tiempo después, cuando la palabra “desaparecidos” comenzó a tener para mí un significado real, palpable, desgarrador. Cuando los desaparecidos comenzaron a golpear en las personas que llevábamos años de retraso respecto al dolor de quienes sufrieron la ferocidad y la omnipotencia de la dictadura.
Durante muchos años me sentí culpable por no reaccionar esa tarde. El rostro del hombre tirado en la vereda -un rostro que no alcancé a ver- se aparecía en mis noches tomando la forma de miles de rostros hasta finalizar en mis propias facciones, siempre formando mis propios rasgos, envueltos en culpa, indiferencia, cobardía.
Recién entonces tomé conciencia: la cosa sí era conmigo, era con todos.
Comprendí la necesidad de involucrarme con el dolor de las personas. Aprendí a no ser complaciente ante ciertas situaciones. Comencé a observar aquello que ocurre a mi alrededor.
Y fundamentalmente reconocí que no debo olvidar porque -según las palabras de Joan Manuel Serrat- “si uno no se acuerda exactamente de lo que pasó, es muy difícil que pueda valorar lo que tiene”.

Hasta el día de hoy me estremezco al pensar que ese hombre tirado en la vereda fue uno de los tantos…
Jamás olvidé a ese hombre sin rostro. Y jamás lo olvidaré.
Aunque era una pendeja, la cosa sí era conmigo.


Marzo 2006Publicado en la revista literaria con voz propia nº 38

©Analía Pascaner


Este relato está basado en un hecho real, presenciado en la puerta de mi domicilio, cuando "era adolescente y regresaba a mi casa". A.P.
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La noticia

Decidí no hablar con mis amigas. Acaso… ¿soluciono algo con comentarlo? Ayer me enteré y guardé la noticia muy dentro mío. Cada palabra me envolvió de tristeza y quitó los colores a mis diminutos pétalos. No… ¿para qué decirlo ahora? Mejor callo, prefiero verlas felices.
El sol baña todo el jardín en esta mañana fresca. Mis amigas ya están jugando con el viento: los alelíes de la parte más baja del tallo se ponen firmes para que los más altos se hamaquen con la brisa y hagan cosquillas a las rosas. ¡Y se divierten tanto cuando las hacen enojar!
Y las rosas… dueñas absolutas del jardín. Siempre orondas, nos miran desde arriba, se jactan que a ellas sí las cuidan, las acarician con amor, las protegen con veneno, sienten su aroma, las podan meticulosamente, las observan a diario, cortan algunos pimpollos para lucirlos sobre la mesa del comedor.
En cambio a nosotras… si a veces creo que ni siquiera saben que existimos. Nosotras somos insignificantes para la señora Emilia, quien siempre expresa: “Menos mal que el tallo es largo y hay varios alelíes, pues uno solo no vale nada”. A pesar de sus crueles palabras, yo siento que valgo mucho, lo mismo cada una de mis amigas. Sin embargo ayer comprobé que la señora sabe muy bien que existimos, tanto lo sabe que ya no existiremos más.
Ayer la noticia me destrozó el corazón, me arrancó las ilusiones de crecer frente a las margaritas, quienes siempre se inclinan hacia nosotras con gesto amable, nos muestran su radiante corazón amarillo y nos saludan con sus finos pétalos. Ya no creceremos junto al lapacho, cuya sombra nos mantiene a salvo del lacerante sol y cuyas flores nos sonríen hacia fines de cada invierno.
-Dale, Lely ¡ponete a jugar con nosotras! Hoy las rosas se están enojando más que nunca. Jajaja. Dale… vení… apurate…
Hoy no tengo deseos de jugar con el viento. Hoy estoy somnolienta. Anoche la luna acompañó mi angustioso desvelo. Miraba descansar a mis amigas y pensaba la mejor forma de contarles la noticia sin que sufrieran, en especial las flores más jóvenes. Ellas no entienden bien… las más viejas sabemos que algún día nos podarán o nos desprenderemos del tallo, pero nos vamos con el regocijo de saber que otras flores más sanas y más fuertes nos reemplazarán. Sin embargo ya no habrá alelíes sanos y fuertes en el futuro, ya no habrá alelíes siquiera.
Ayer al atardecer, cuando mis amigas se saludaban antes de irse a reposar, escuché al jardinero preguntarle a la señora Emilia si estaba segura que quería sacar las plantas de alelíes de raíz. En ese momento cerré mis ojos deseando escuchar un “no”, y la señora Emilia fue terminante al responder:
-Deje solamente las rosas, don Ramón, saque todos los alelíes del jardín el próximo sábado.
Miré a todas mis amigas, algunas ya dormían, otras, perezosas, se secaban las gotas de la lluvia del regador, otras secreteaban, ninguna pareció escuchar nada. Durante la noche, observando a una por una de ellas, recordé en silencio cada momento compartido, cada juego inventado, cada votación para decidir a quién le tocaba hacer cosquillas a las rosas. Anoche la luna me acompañó en el recuerdo de mi vida junto a ellas.
No… hoy prefiero no comentar nada a mis amigas. Prefiero observar cómo se divierten con la brisa y las rosas, permitiendo que el viento las mueva de aquí hacia allá constantemente, escuchando sus risas alegres y despreocupadas.
Hoy no tengo deseos de jugar. Hoy estoy somnolienta. Una extraña fuerza me retiene inmóvil. Mis pétalos ceden lentamente al sueño. Quién sabe si volveré a abrirlos alguna otra vez…
¿Ya será sábado?



©Analía Pascaner

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Hoy mi alma está gris

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Las cinco en punto de esta amenazante tarde.
La bruma permite descansar de miradas intrusas a las montañas del oeste. Detrás de esa espesura gris adivino las formas y los colores de esas moles, mudos testigos diarios de la vida, de mi vida. Montañas misteriosas y cautivantes, siempre intentando modificar sus colores; atrapando todos los tonos de gris y amarillo, azul y verde; mostrándose rosadas cuando el sol las acaricia en cada amanecer, tornándose transparentes cuando ese sol desaparece tras ellas. Hoy descansan, hoy no toman ningún color, hoy me permiten imaginarlas como mi alma desee sentirlas.
Una lluvia mansa limpia el valle.
Observo las gotas desprendiéndose suavemente desde el techo gris plomizo. Otras gotas juguetean entre las hojas de los árboles y las plantas antes de acariciar el pasto.
Hoy quisiera transformarme en nube para permanecer frágil y poderosa, cercana y lejana, indemne e inalcanzable.
Hoy mi conciencia al fin reconoce el peligro de permanecer inmersa en esta obsesión.
Obsesión caprichosa ocupando mi mente desde hace algún tiempo. Obsesión absurda envolviendo mi ser en una tristeza asfixiante. Obsesión semejante a un monstruo absorbente tomando mayor confianza a cada minuto: una telaraña incómoda y pegajosa, una luz oscura y dolorosa naciendo en lo más profundo, hiriendo mi interior, desgarrando mis entrañas. Un monstruo invasor arrastrando mi vida, apropiándose de mis sentimientos. ¡Ay! con esta angustiante obsesión: dueña absoluta de cada uno de mis días.
Hoy deseo liberarme y vagar con libertad.
Hoy todo es gris en este inmenso cielo.
Hoy mi alma está gris… y nada hago por impedirlo.


Mayo 2004
Publicado en la revista literaria con voz propia nº 35

©Analía Pascaner

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Imágenes inquietas a la vuelta de la esquina

Me gusta encender un fósforo en la oscuridad, mirar a mi alrededor con los ojos entornados, observar atentamente en la penumbra, adivinar a los objetos por sus sombras, imaginarlos de otros colores. ¡Ay! El fósforo me quema los dedos, a ver ahora cómo se ven las cosas con la luz del velador… Ya nada es igual, todos los objetos toman exactamente su forma y las sombras permanecen en guardia detrás de ellos. Realmente me gustan más las imágenes inquietas que deja la luz de un fósforo. Un día voy a poner una lámpara de querosén para semejar la luz difusa aunque sé que mamá pondrá el grito en el cielo. Ahora prendo otro fósforo y…
-¡Andrés! ¡Te dormiste otra vez! Arriba. ¡Vaaaamossss! Mirá que si llegás tarde al colegio vas a quedar libre y…
Sí, ya sé, no me firmás la reincorporación, mamá, me lo decís todos los días. Sí, ya sé que no debo faltar más, sí, lo sé. ¿Hará frío? Este tiempo de miércoles… hace frío a la mañana y después me aso al mediodía. A ver… hoy no me pongo el uniforme, a esta altura del año nadie te dice nada, no me pongo nada el uniforme. Qué buena la suplente de Química che, encima usa esas remeritas apretadas que…
-¡¡¡Andrés!!!
-¡Siiiiiii! ¡Ya voy, mamá!
Ufa con la vieja que me desordena los pensamientos, ella quiere que ordene mi habitación y ella se la pasa desordenando la mente de los demás, ¿alguna vez habrá pensado en eso? Pobre vieja, es buena tipa, se las banca sola desde que el viejo se fue con la mina ésa, la pucha con el viejo… creo que no es mina para él. Me parece que al viejo le falta un jugador en la cancha.
-Aaaandyyyyy… queriiidooo… ¿Te llevás un bucito por las dudas refresque? Mirá que está un poquito destemplado.
-Sí, mamá, llevo un buzo. Buen día má, ya me voy porque quiero…
-¿Cómo que ya te vas? ¿Así nomás sin desayunar? Andresito Andresito, si no te alimentás…
-Sí, ya sé, no voy a crecer más. Ay, viejita, piso el metro ochenta y cinco, acá la única chiquita sos vos… mmmmm estás linda hoy. ¿A qué se debe semejante placer para la vista? Tan-tem-para-ni-to-y-tan-a-rre-gla-di-ta. Bueno, chau má, y no te olvides de comprar esas galletas de chocolate, están rebuenas, viste? Nos vemos.
-¿Me dijiste que te llevás un bucito? Mirá que hoy está destemplado, eh?
Me apena que la vieja esté sola, es buena gente che, además está fuerte todavía. El viejo también es buen tipo, lástima que no se lleven bien, como dice Marcelo: “no se puede tener todo en la vida”. Tengo tiempo, hoy me desvío del camino y paso a buscar a Virginia. Éeesa sí que está buena y además está muerta conmigo, creo que este fin de semana… cae.
Bueno, ya casi llegué, doy vuelta a la esquina y… pero… ¿cómo? ¿no es el auto del viejo? ¿¡y con la minita a esta hora!? ¿Recién se habrán encontrado o recién estarán volviendo? ¿O será que ya están viviendo juntos? Mejor no voy nada a buscar a Virginia, mejor veo qué hacen estos dos, “por algo pasan las cosas” diría Marcelo, no? Y por algo en esta mañana tempranito se me ocurrió ir a casa de Vir, y mirá vos… lo veo al viejo con su novia, tan pegoteados como dos adolescentes en celo. Jajaja ¿acaso el adolescente no soy yo?
A ver… acá no me van a ver… Pero esa mina no parece Fernanda, nada que ver. ¿Y quién será? Esta tipa parece más menudita. ¿Estará tan rayado el viejo para salir con otra también? En realidad no sería raro que dejara a Fernanda, últimamente se lo veía tan cansado, la minita no le debe dar respiro. A ver… quién será la otra? Dale… aflojen… ey… date vuelta chiquita que quiero verte… daaale nenitaaa…
¡Pero no puede ser! ¿Es…? Nooooo, no-pue-de-ser ¡UAU! ¡de ficción, men! Por eso estaba tan arregladita la vieja esta mañana. Mirala vos… encontrarse con el viejo a escondidas… Me parece reloco el hecho de verse así, es bien extraño esto de volver a estar juntos. Mirá vos a la vieja… espera que me vaya al colegio… Ahora me doy cuenta que otras mañanas también estaba arreglada, ¡¡entonces era para ver al viejo!! Jaja qué raye tienen los dos. ¡Qué viejos me tocaron! Mejor aprovecho que la vieja no está y me vuelvo a casa, me quedo en la compu a ver quién está en el chat y si es un embole me quedo jugando con ese Fórmula 1 que me prestó Maxi, ¡está rebueno! Eso sí, antes paso por la plaza por las dudas encuentre algo interesante, o alguien interesante.

¡Qué mal! Más de media hora y no aparece nadie del curso en la plaza che. ¿Qué pasará? ¿Habrá prueba y yo no estoy ni enterado? Ma sí… yo me vuelvo a casa.

Por fin ya llegué a casita y sin nadie que me diga nada, que los viejos rayetis hagan de las suyas nomás, yo haré la mía, al menos hoy la vieja no va a saber que falté y dispongo de algunas faltas más antes de pedir la reincorporación.
-Pero… ¿qué hacés en casa, Andrés? Si vos habías salido para el colegio… Mirá que no te voy a firmar…
-Sí má, ya sé, ya sé.
-Pero bueno… por algo pasan las cosas. Hoy es mejor que estés en casa así te doy una noticia. Ricaaaardo, vení, dejá el café para después y vení que está Andrés, así aprovechamos y le contamos que vas a volver a vivir acá en casa. Y… Andresito… ¿qué te parece la noticia?

Y bueno, como les decía recién… la vieja es buena tipa y en realidad el viejo también, así que ahora no me parece tanta locura que vuelvan a vivir juntos. Y la vieja ya ni se va a dar cuenta si en lugar del velador pongo una lámpara de querosén en mi habitación.

©Analía Pascaner

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Pesadez

No hay una gota de viento, exclamarían los paisanos catamarqueños.
El aire entra lentamente a mis pulmones llenándome de pesadez. El humo del cigarrillo se estanca cerca de mí, quiero elevarme junto a él y alcanzar el cielo, sin embargo no puedo hacerlo. Estoy cansada, las piernas me pesan, mis brazos rehúsan moverse, mi cabeza adquirió enormes dimensiones, mis pensamientos se fugaron. El aire me retiene anclada en el banco del jardín.
La luna permite que la noche sea clara, observo las estrellas titilantes, trato de elevarme hacia ellas y tampoco lo consigo. Las sombras plateadas se muestran brillantes, pero no las puedo disfrutar porque mi cabeza late con tal fuerza… siento estallará en cualquier momento. El aire me asfixia en esta noche insoportablemente calma.
Algunas mariposas revolotean perezosamente golpeando contra las luces. Un grillo rompe el silencio en la lejanía. La perra, echada a mi lado, ni siquiera mueve sus orejas cuando un bichito nocturno se posa en su cabeza.
El verde de las plantas y los árboles, desesperadamente quieto, espera un soplo de aire, una mínima brisa que lo despoje de la tierra que lo desluce desde hace días. Mi vista se detiene en el lapacho: sus ramas abrazan quedamente a la Santa Rita. En las plantas pequeñas, tan aplastadas como yo misma lo estoy en este banco, se percibe con mayor nitidez la inmovilidad. Casi imperceptiblemente, como si un movimiento rápido pudiera desprenderla de mi cuerpo, giro mi cabeza mirando una por una todas esas plantas, las de hojas grandes y pequeñas, las más altas y las más bajas: no percibo la menor oscilación.
Observo las montañas, el contorno perfectamente recortado en el cielo claro. Imagino cada piedra y cada arbusto debajo de ese azul intenso que ostentan hoy. Debo apartar mi vista de ellas pues las siento abalanzarse sobre mí a cada minuto que pasa.
Todos estamos envueltos por la misma amenaza. No cierro mis ojos por temor a confundirme en este aletargamiento continuo. Si tan sólo un pequeño movimiento nos sacara de este sopor… mas el movimiento no llega.
Mi mente se despeja momentáneamente, pienso en aquellas veces en que me resultó fácil partir colgando de una nube o montada en un satélite. Hoy no hay nubes, hoy no hay satélites. Hoy no se atreven a surcar el cielo espeso que me envuelve hasta ahogarme. Hoy todo es calma, todo es quietud, nadie se arriesga a desafiar al aire denso que nos estanca en esta noche interminable.


Mayo 2003
©Analía Pascaner
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Tiempos de reflexión...

En momentos como éste, donde una epidemia amenaza a nuestro país y a nuestra gente; adicional a la epidemia misma, nuestros peores enemigos son el miedo y la ignorancia (…).
El miedo paraliza, nos afecta y reduce nuestros mecanismos de defensa natural.
La energía que manifestemos, positiva o negativa, se puede traducir en la magnitud del daño que esta situación pueda causar.
Seamos responsables y sigamos al pie de la letra las instrucciones. Usemos nuestro sentido común y seamos en extremo precavidos con las medidas de higiene y prevención.
Y más allá de transmitir pánico a nuestros conocidos y seres queridos, informémonos e informemos a los demás de las medidas necesarias. Procurando a través de nuestra comunicación y energía transmitir paz y amor, que en estos momentos son nuestras defensas más poderosas.
Son tiempos de recogimiento y reflexión, algo tenemos que aprender de esto.


Mayo de 2009 - Página web de la ciudad de Huixtla -Chiapas- México
http://www.huixtlaweb.com/noticias/?p=7538

Texto incluido en la revista literaria con voz propia nº 31, julio de 2009

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Un camino sin retorno


El deslucido abrigo de cuero pesaba holgado sobre sus hombros. La cabeza inclinada sobre el pecho, el cuello levantado de la campera, las manos dentro de los bolsillos, todo era inútil para protegerse del viento helado. Oscar Rosales caminaba lentamente por las calles desoladas. La llegada repentina del frío había atemorizado a los vecinos.
Pensaba en Matilde y en los amargos calentitos y espumosos, en la sonrisa luminosa y en el calorcito de la estufa a querosén; pensaba en la mirada amable y en el amparo de las paredes cálidas, en las palabras comprensivas y en su propio desaliento.
Oscar pensaba…
Los cincuenta y dos años se apretaban en su cuerpo, la humedad se concentraba en sus huesos, la angustia se traslucía en su rostro. Desanimado, sus pasos conduciéndolo a ningún lugar, Oscar pensaba: ¡Qué boludo! ¿Cómo pude aceptar la jubilación a los cincuenta? Y no hallaba respuesta a esa pregunta que día a día lo atormentaba más y más.
Bastante tiempo atrás se había agotado el dinero del cheque de la indemnización. Ya no hacía changas en el taller de Edmundo porque el chico de la vuelta, ése que abandonó el colegio, “es más joven y más fuerte, ¿me entiende?”. El dueño del estacionamiento en el cual trabajó unos meses le explicó que “el hijo de Moreno tomará su puesto para pagarse los estudios, buen pibe ¿vio?”. Ya no se reunía con los amigos a tomar unos vinos en el bar, ¿cómo los pagaría?, no le agradaba aceptar limosnas. Lo borraron del club por falta de pago, ahora ni siquiera podía entrar a la cancha para distraerse, por unos pocos pesos, viendo los partidos de su equipo de la categoría “C”.
Se sentía solo. Estaba solo. La muchachada lo fue dejando solo o tal vez él se fue apartando del camino de aquellos obreros de la fábrica que dio de comer a tantas familias durante tantos años.
Y Oscar pensaba… Al flaco Iriarte y al gordo Enrique también los tentaron, los hicieron caer como a él. Iriarte juntó su vida en cuatro bultos y se fue a su pueblo natal, allí lo esperaba su madre; y el flaco se fue porque sabía que en casa de la vieja no le faltaría el puchero. Y el gordo Enrique, buen tipo, se murió “de depresión” comentaban algunos: dejó de comer, perdió la afiliación al club, no aparecía por el bar, no recibía a los pocos amigos que visitaban su casa. Y se murió el gordo, se murió de tristeza y soledad.
Oscar salía a caminar todos los días, empapado por la lluvia o tiritando por el frío, azotado por el viento o agobiado por los cuarenta y tantos grados. Él debía encontrar una salida. Deambulaba todos los días por el barrio, algunas veces lo acompañaba unos metros el chico diferente, ése… el de la sonrisa despreocupada. Esquivaba la cuadra del bar y la manzana del club; evitaba mirar a aquellas personas con quienes se cruzaba en el camino. Descansaba sentado en un banco de la plaza, esa plaza donde nació la idea, esa plaza donde veía a los pibes jugar con la pelota raída, esa plaza donde los jubilados jugaban a las bochas. Los jubilados de antes, los de setenta y tantos años, los jubilados de verdad. Oscar se sentía joven, sin embargo no todos opinaban lo mismo: para ningún trabajo era joven.
Ese día se movía pesadamente, como si sus pies se resistieran a consentirlo en la misión desesperada que tramaba. Su mano acarició el frío del metal que llevaba desde esa mañana en el bolsillo.
Faltaban pocos metros para llegar. Levantó la mirada y observó la bandera gastada sobre la puerta de entrada, un jirón descolorido zamarreado por el viento feroz, y un impulso renovado aceleró sus pasos. Sus pensamientos lo atormentaban y su respiración le quemaba, un nudo comprimiendo su garganta y una piedra hundiendo su estómago. Esa idea lo martirizaba: debía concretarla hoy, le resultaban insoportables las peripecias con que se burlaba desde su mente. Y Oscar pensaba: Matilde… ¿qué diría ella?, y luego se animaba: ¡Qué carajo! por Matilde lo hago, ella se merece algo mejor.
Faltaban pocos minutos para las veinte horas. Sólo se encontrarían Joaquín y la empleada nueva, ambos terminando una jornada de trabajo para luego regresar a sus hogares, disfrutar junto a sus familias, entregarse al sueño tranquilo; ambos sabían que al día siguiente un trabajo los esperaba. Repasó el plan una y otra vez. No había posibilidad de error, la policía jamás andaba por esa zona, a esa hora se internaba en la villa haciendo redadas. Nada podía salir mal. Envalentonado por la angustia traspasó el umbral y allí permaneció inmóvil, la calidez del ambiente lo intimidó.
-¡Qué sorpresa, Oscar! Llegó justo, ya casi cerramos -expresó Joaquín observándolo a través de los lentes-. ¿En qué le puedo ser útil?
Como única respuesta, esbozó una débil sonrisa y se acercó al mostrador susurrando: Pobre Joaquín, cada día más sordo y más miope. La empleada llenaba unas planillas y el encargado regresó a sus papeles. Oscar sacó el revólver del bolsillo y murmuró algo así como “esto es un asalto”. Entonces Joaquín le preguntó:
-¿Cómo dice, Oscar?
Algo más seguro, insistió:
-Don Joaquín, deme la recaudación del día y no les pasará nada a usted ni a la chica.
El encargado, atónito, observó el arma reluciente sostenida por una mano temblorosa, se acomodó los lentes y, con torpeza, abrió un cajón debajo del mostrador. Comenzó a sacar los billetes, los cuales Oscar tomaba y hundía de manera desordenada en sus bolsillos.
-Lo van a agarrar, Oscar, y usted es un buen hombre, usted no es de ésos.
-No soy nadie, don Joaquín, no tengo nada, me dieron la jubilación y me arrancaron la dignidad. Deme la plata y me voy de aquí, sé que usted no contará nada, tampoco la chica.
Terminó de guardar los billetes mientras repetía, como intentando convencerse a sí mismo:
-Lo siento, don Joaquín, no es nada contra usted. Ya me voy y todos olvidaremos este incidente.
Oscar notó la expresión de Joaquín: detrás de los vidrios gruesos sus ojos se mostraron sorprendidos y sus labios se torcieron en una mueca grotesca. Oscar no advirtió que la empleada clavó su mirada en la puerta de calle. De pronto escuchó una frase común, una frase que se le ocurrió irreal, y el silencio se rompió con palabras ásperas, lejanas, contundentes:
-¡Alto! ¡Policía! ¡Suelte el arma! Ponga sus manos detrás de la cabeza y gire lentamente.Y Oscar pensó… Pensó en Matilde (¡cómo la iba a extrañar!), en sus amigos, en los pibes jugando el picadito en la plaza, en la sonrisa babeada del chico especial, en los años entregados a la fábrica, en el trabajo que esperaba y jamás llegó, en la plata del cheque que voló, en los hijos que no tuvo, en su juventud perdida por las obligaciones, en sus sueños olvidados, en sus ilusiones de tener algo mejor, de ser alguien mejor, de vivir un poco mejor.
Entonces Oscar decidió.
Giró sobre sus talones pausadamente mientras ponía el arma en su sien derecha.
El sonido retumbó en la sala casi vacía del correo.
Y Oscar ya no pensó más.



Noviembre de 2005©Analía Pascaner

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Un soplo de luz

.................................................................Para K B, en mi alma

La supremacía del leopardo la sorprendió sobre una de las ramas bajas del roble. Sus ojos verdes destilaban odio y sus gruñidos abundaban en reproches. De un zarpazo la derribó y jugueteó con ella, arrancó algunas de sus plumas y prosiguió ultrajándola. Sus punzantes garras se ahondaron una y otra vez en su corazón. La calandria se derrumbó y sangró. La arrogancia del leopardo la destrozó y desparramó esos pedazos a su alrededor sin compasión. Luego colocó su pata encima del menudo pecho blanquecino, clavando todas sus dagas en aquél que suponía su oponente. Y cuando creyó acabada su tarea, el felino se marchó arrojándole sus propias culpas y miserias. La calandria permaneció unos instantes en el suelo y, con extremada suavidad y admirable compostura, desplegó sus maltratadas alas mientras ocurría la transformación.
Una mujer de mediana edad recogía los trozos de su integridad, esparcidos por doquier. Una mujer que en esa contienda inútil llorara aunque ni una sola lágrima brotara de sus ojos, y gritara aunque ni un solo sonido traspasara sus labios. Un profundo dolor abatía su alma. Se inclinó y descansó todo el peso de su maltrecho cuerpo sobre sus manos temblorosas, aferradas al borde de una mesa como a la vida misma. En ese momento, profusos lagrimones empaparon su rostro impidiéndole poseer una clara visión, sin embargo logró distinguir una luminosa figura.
La contempló con cuidado: apenas sobrepasaba la altura de la mesa, la mirada reluciente clavada en sus propios ojos. Las lágrimas comenzaron a diluirse mientras apreciaba su cabello brillante, sus pupilas renegridas, sus pestañas imperceptibles, su menuda nariz, sus mejillas rozagantes, sus labios húmedos, su cuello redorgete, su ropa impecable, su frágil cuerpecito, sus manitos apoyadas sobre la mesa. La imagen, borrosa hacía apenas segundos, adquirió absoluta nitidez. La luz emanada de ese pequeño ser colmaba la habitación.
La mujer soltó sus manos de la mesa sin apartar su mirada de los ojos de la niña. Procuró y consiguió mantener su entereza física y anímica y se arrodilló para estar frente a esa criatura que la observaba atentamente. La tomó entre sus brazos, la alzó y le pidió un abrazo de ésos que sólo ellas dos saben darse. Los brazos de la mujer rodearon por completo esa espalda pequeña y la estrechó con la fuerza del cariño, con el poder de la comprensión, con la urgencia de recibir su ternura. La mejilla de la pequeña junto a la suya, las suaves manitos reposando en su nuca, la respiración inocente y agitada tranquilizándola poco a poco. Esos dos corazones palpitaban a un mismo ritmo de entendimiento y amor, un ritmo de necesidad mutua de detener todos los relojes y permanecer unidas para siempre. Se abrazaron durante un tiempo infinito, placentero, cálido, dulce.
La mujer se agachó lentamente, depositó con delicadeza a la niña sobre el suelo y volviendo a esos ojitos curiosos y brillantes, expresó con voz tranquila:
-Todo está bien, mi amor, creeme que todo está bien, ¿si?
La pequeña asintió mientras su mirada se hundía en el alma malherida de la mujer, y ésta continuó hablando:
-Ahora andá, te esperan para salir de paseo. Todo va a estar bien. Siempre todo estará bien.
El beso espontáneo reconfortó a la mujer de rostro salado y ojos melancólicos. Le dio una palmadita en la cola para animarla a marcharse y se incorporó.
Sus ojos se humedecieron cuando la pequeña se dio vuelta, ya cerca de la puerta, y le regaló una sonrisa repleta de redondos dientes de leche, balbuceando un saludo.
La mujer guardó esa sonrisa en su corazón y comprobó que jamás habría situación o persona alguna que pudieran destruir la conexión que la unía a ese imponente y poderoso ser.
Finalmente, el canto de la calandria resonó triunfal.



Publicado en la revista literaria con voz propia nº 29©Analía Pascaner

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La final

Para Agustín, quien siempre consigue ponerse de pie

…………………… “La mayor gloria no está en haberse mantenido siempre en pie,
…………………………sino en haberse levantado una y otra vez tras cada caída”.
…………………………………………………………………………………………………Confucio

Walter y Valentín vivieron una tarde que nunca olvidarían.
El torneo nacional reunía a los chicos de 9 y 10 años en una provincia norteña. Durante dos días se disputarían competencias individuales y por equipos.
Las luchas individuales consistían en el enfrentamiento entre dos atletas.
Los equipos se formaban con los cinco participantes que habían obtenido mayor puntaje en los torneos realizados anteriormente en cada provincia. Walter aseguró el primer lugar en la lista. Valentín ni siquiera ocupó el quinto lugar.
Los competidores se saludaron ante una seña del árbitro. Parados frente a frente con las rodillas apenas flexionadas y actitud alerta, se evaluaron con sus miradas.
Ambos eran compañeros en el mismo gimnasio de judo, pertenecían a la misma categoría, entrenaban y luchaban juntos en torneos locales, interprovinciales y nacionales.
Walter, ágil y concentrado.
Valentín, tranquilo y confiado.
Lentamente comenzaron a moverse en círculos sin salvar aún la distancia que los separaba.
Su provincia llevaba ganados todos los trofeos, sólo faltaba la copa del enfrentamiento por equipos.
Una provincia del sur contaba con cuatro participantes. Su delegado habló con organizadores y profesores. El entrenador decidió “prestar” a Valentín y así la provincia sureña completaría un equipo.
Los atletas se estudiaban y se movían con precisión, aguardando alguna señal en su adversario.
Los acompañantes de estos chicos comenzaron a correr la voz: la final por equipos era entre su provincia y la del sur.
Cada integrante debía luchar con otro del equipo rival. Cuatro parejas pasaron: victoria derrota victoria derrota. Y sólo quedó una pareja por enfrentarse, la pareja que definiría el campeonato por equipos: la pareja de Walter y Valentín.
Y al fin se lanzaron uno contra otro, trenzados en lucha firme e intensa.
Amigos y competidores de otras provincias rodearon poco a poco el centro de lucha, todos expectantes.
Los entrenadores de estos dos chicos permanecieron en forzoso silencio. Su profesor delegó el puesto de árbitro en otra lucha para presenciar aquel enfrentamiento. Un profesor de otra provincia abandonó su sitio en las gradas para alentar con su presencia a su consentido Valentín.
Uno intentando derribar al otro, ambos resistiendo cada uno de los embates, ambos mezclados en una lucha feroz y sin tregua.
El gimnasio bramaba.
-¡Dejate ganar Valentín, así llevamos la copa, no seas boludo! -exclamaba un compañero.
-¡Valen, dale que sos capaz de ganar esta lucha!
-¡Perdé, Valentín, perdé! -vociferaba la mamá de Walter.
-¡Vamos hijo! ¡Vamos que vos podés ganar! -pedía su mamá, quien cruzó una mirada furiosa con la madre de Walter, la cual se alejó con un gesto de desprecio.
Walter comenzó a dominar con lances precisos y ágiles y de ese modo conseguía agregar puntos a su marcador.
La delegada de los atletas apoyó su mano en el hombro de la mamá de Valentín. El profesor comentó:

-¡Vaya sorpresa con este chico! Quién se hubiera imaginado, ¿verdad, señora?
Valentín demostró un valor inusual y con una toma ágil sometió a Walter quien sorprendido, se encontró tendido en el tatami debajo de su adversario.
Treinta segundos faltaban para que terminara la lucha si ambos continuaban en esa posición.
El rojo igualó el contraste entre aquellos dos rostros. Uno pujando por salir, el otro intentando mantener la retención.
Los relojes avanzaban con asfixiante lentitud.
La situación se tornaba difícil para el campeón reconocido.
Treinta segundos eran necesarios para que la competencia por equipos terminara.
Walter no podía con Valentín.
Treinta… tan sólo treinta segundos para que el árbitro levante la mano de Valentín… o la lucha continúe si Walter conseguía ponerse de pie.
De pronto el sonido de un silbato, dulce para unos y amargo para otros, marcó el fin de la lucha.
Walter se levantó enojado y se retiró del tatami sin saludar a su adversario-compañero, enojo que se convirtió en llanto cuando la furia de su mamá lo abofeteó.
Valentín ganó y levantó la copa -trofeo que no llevó a su provincia- junto a los integrantes del equipo sureño. Su vuelta a casa fue un regreso con manos vacías, hostigado por compañeros y entrenador “por no haberse dejado ganar”.


Diciembre 2007
Publicado en la revista literaria con voz propia nº 25
©Analía Pascaner
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El cuarto angosto


Lucas estaba parado en medio de la habitación mirando a su alrededor con ojos atónitos. Al comienzo sólo lo intuyó, pero en ese momento estaba seguro de lo que ocurría. La puerta había desaparecido totalmente: un listón de madera ocupaba su lugar. Sus labios se secaron y su garganta ahogó el alarido.
El cuarto angosto de paredes claras se achicaba y lo comprimía. Las paredes se oscurecían aprisa, se acercaban amenazantes. El techo bajaba y se había tornado tan negro como la noche que observara por la ventana unos minutos antes; sin embargo ya no había ventana, sólo un pequeño rectángulo algo más claro se hallaba en su lugar. Se sentía devorado y asfixiado por ese cuarto que se estrechaba cada vez más y más. Se empeñó en pedir auxilio, abrió su boca muy grande y procuró que el grito brotara desde lo más profundo de su pecho, mas no pudo proferir sonido alguno, las paredes ya rozaban su piel.


Agosto 2004
©Analía Pascaner